«Que El, el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo». (I Tesalonicenses 5:23).
En este texto, el apóstol nos presenta, desde su visión antropológica, la constitución tripartita del hombre, es decir, Pablo descompone el ser del hombre en tres: espíritu, alma y cuerpo. Si bien el apóstol no pretende proponer ninguna teoría filosófica sobre una constitución tripartita del ser humano, esta explicación resulta bastante útil para aquello que ha enseñado sobre la vida en el Espíritu Santo. Estas tres palabras pretenden marcar diferencia entre la una y la otra.
El ser humano tiene una dimensión corporal distinta del alma y del espíritu, a saber. Al leer sus cartas (Rom 8,1-11; 1 Co 2,13-15. 15,44-46; Gal 5,16-17) encontramos que tanto el “espíritu” y “alma” son la misma realidad, aunque connotando aspectos diferentes. Esto en concordancia con lo que enseña la Iglesia Católica, en el catecismo en su numerales 362 al 368. En donde se nos muestra que el hombre posee un alma-espiritual.
El apóstol San Pablo hace esta distinción con el fin pedagógico de mostrarnos que el “espíritu del hombre” es el principio motor de las acciones morales y campo de la acción del Espíritu Santo de Dios.
Esto nos sirve para enseñar que el ser humano puede enfermarse a tres niveles: a nivel corporal o físico, a nivel emocional o psicológico y a nivel espiritual. Ahora ¿a qué nos referimos sobre enfermarse a nivel espiritual?
Así como un dolor o un malestar físico, puede ser un indicativo de una enfermedad corporal; así como la sensación de angustia, miedo o tristeza, pueden ser indicativos de una alteración mental o enfermedad psicológica. Las enfermedades espirituales también presentan una sintomatología que permite advertir de la presencia de algún tipo de mal.
Las enfermedades espirituales tienen un origen moral, es decir, son consecuencia del pecado. Pero no de aquel pecado que uno comete por inadvertencia. Aquí hablamos de ese pecado que se ha constituido en un vicio y que ha llevado al pecador a experimentar en cierto sentido, pérdida de libertad. (Juan 8,34)
La Iglesia enseña: El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra vicio por la repetición de los actos. De ahí resultan las inclinaciones desviadas que oscurecen la conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el pecado tiende a reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral hasta su raíz. (Catecismo 1865).
El pecado oscurece la conciencia y corrompe la valoración del bien y del mal. De ahí proceden las enfermedades espirituales, que en sentido lato se le puede llamar vicios capitales (Catecismo 1866). Las enfermedades espirituales proceden de esa separación de Dios como consecuencia directa del pecado llamado mortal.
Así como las enfermedades corporales y las enfermedades psicológicas, presentan una sintomatología. La sintomatología que presentan las enfermedades espirituales son muy características: sequedad o aridez culposa, tibieza espiritual, mediocridad en la vida religiosa, dificultad para creer, comprender o relacionarse con Dios, falta de perseverancia, dureza de corazón, excesivo activismo, entre otras.
Hemos de subrayar aquí, como resultado de este tipo de mal, el mal moral, principalmente la dificultad que la persona experimenta para relacionarse con Dios.
Y es en este punto que cuando un alma, que no se sienta atraída hacia la oración, deba realmente preocuparse y ver en ello un signo de alerta, porque tal condición, esa falta de deseo de Dios, de deseo de oración es por causa de una enfermedad. El espíritu de esa persona está enfermo.
Cuándo una persona corporalmente o psicológicamente está enferma, ésta presenta algunos síntomas: está como toda indispuesta, se vuelve inapetente y prefiere sólo dormir. De igual manera sucede con aquel que tiene el espíritu enfermo, está todo indispuesto, no quiere orar, no siente hambre de Dios, no experimenta anhelos de santidad y es porque está malamente enfermo y es por eso que prefiere dormir.
¿Cuántas almas adormiladas deben haber en la Iglesia sin darse cuenta que esa falta de deseo por la oración es signo patente de una terrible enfermedad que sufren en su espíritu sin atisbar en ello?
Como las vírgenes necias del Evangelio, andan esas almas con sus lámparas apunto de apagarse por no tener oración. (Mateo 25,1-13).
Por eso como dirá el apóstol, hay algunos en la Iglesia qué hay que gritarles: «Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo». Efesios 5,14.
Recent Comments