«¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos.» El dijo: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte.» Pero él dijo: «Te digo, Pedro: No cantará hoy el gallo antes que hayas negado tres veces que me conoces.»
(Lucas 22,31-34)
Nos encontramos ante un pasaje de testimonio múltiple, que al ser tan rico en contenido, para bien de nuestra fe, es enseñado por Marcos, Mateo, Lucas y Juan. Para que podamos entender la profundidad de su mensaje, nos es necesario hablar primero del contexto en el que se desarrolla.
En los evangelios Sinópticos, Jesucristo nunca dijo abiertamente que él era el mesías. Salvo cuando es interrogado en el Sanedrín por el Sumo sacerdote (Mateo 23,63-64). Hay como un secreto, un misterio que envuelve la persona e identidad de Jesucristo. Este misterio se conoce como el “secreto mesiánico”. Por eso, Jesús calla a los demonios para que no revelen su identidad (Marcos 1,34) y le pide a aquellos que lo han descubierto a través de la comprensión de milagros, que no digan nada a nadie. (Marcos 5,43).
Y esto porque Jesús, espera que lo descubramos en el trato personal, ese quién es él, su identidad, se nos revela en el seguimiento diario. Jesús quiere que lo descubramos a partir de lo que vemos y oímos, en la experiencia personal. (Lucas 7,22). Jesús, se revela a través de los acontecimientos de nuestra vida, incluso en medio de nuestras luchas y tempestades.
Es en ese sentido, que encontramos a mitad de los sinópticos, que Jesús hace una doble pregunta: ¿QUIÉN DICE LA GENTE QUE SOY YO? Y ¿QUIÉN SOY YO PARA USTEDES? (Mateo 16, 13-20) Es aquí que encontramos la profesión de fe de Pedro. Con estas preguntas, Jesús, nos invita a dar respuesta de nuestra fe.
“Al contrario, dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza”. 1 Pedro 3,15.
El Señor quiere que ante la pregunta sobre su identidad, sobre quién es él, respondamos no desde lo que hallamos oído decir a los demás sobre él, sino, que respondamos desde la experiencia personal. Jesús, quiere que pasemos de la opción común a hacernos una opinión personal sobre quién es él.
Éste pasaje, sobre el que estamos reflexionando, trata de eso. Trata de responder ante el mundo, quién es Jesús para nosotros. Qué significa Jesús para nosotros. Qué significa Jesús en nuestra vida, quién es Jesús para mí.
Un día una mujer me dijo que se sentía confundida porque su esposo que le era infiel, le decía a la misma vez que la amaba. Ella no comprendía como podía una persona decir una cosa y hacer otra. Decir que ama a alguien y luego herir a quien ama. La pobre mujer no sabía en que creer, si en lo que decía o en lo que hacía el marido.
Pues bien, este ejemplo nos sirve para decir que el amor sin fidelidad no se nota. En alguien infiel no hay evidencia de que ame. El amor por su propia naturaleza exige ser expuesto no supuesto.
De la misma manera, eso que decimos sentir por Jesús, la fe que decimos tener en él. Debe ser puesta a prueba para evaluar así su autenticidad, su calidad, su firmeza. (2 Corintios 13,5).
Por eso Dios prueba al hombre. (Exo. 15,25. Deu. 13,4. Sal. 26,2. Pro. 17,3. Jn. 6,6.) El sufrimiento, la enfermedad, los fracasos, las adversidades de la vida, nuestras desgracias, etc. Son como un “test” revelador de lo que hay en lo profundo de nuestro corazón. Saca de adentro hacia fuera, la realidad oculta de quienes somos más allá de toda apariencia. (1 Corintios 14,25). Nos muestra lo que no conocemos de nosotros mismos, nuestra área ciega. El cómo reaccionamos en tales momentos, evidencia en qué creemos. Permite ver las grietas y fallos estructurales en la construcción de nuestra fe. (Mateo 7,21-27). Y nos lleva muchas veces a reformularnos la vida.
Lo que sentimos por Jesús, la fe que tenemos en él como nuestro Salvador. Se muestra concretamente en las dificultades de la vida, en las tormentas, en las tempestades. Por eso, Santo Tomás de Aquino, dirá que el verdadero amor crece en las dificultades, el falso se apaga. Por experiencia sabemos que, cuando soportamos pruebas difíciles por alguien a quien queremos, no se derrumba el amor, sino que crece.
“Como les puso a ellos en el crisol para sondear sus corazones, así el Señor nos hiere a nosotros, los que nos acercamos a él, no para castigarnos, sino para amonestarnos”. Judit 8,27.
Siempre habrá algo que aprender de todo lo que nos pasa. La prueba permite evaluar si el alumno es capaz de aplicar en un problema en concreto, todo aquello que ha aprendido de su maestro.
Es Dios quien prueba el corazón de los hombres pero es el diablo quien los tienta. Las Escrituras distinguen la prueba particular que supone ser la tentación. La tentación está orientada hacia el mal. Así en Génesis 2,16-17. Encontramos que se trata de una prueba, mientras que en Génesis 3,1s. Se trata de una tentación. La experiencia de prueba-tentación, no es sencillamente de orden moral, no se trata solo de caer o no en la tentación, se encuadra dentro de una especie de interrogatorio religioso, en el que el hombre deberá dar respuestas sobre su vida teologal, sobre su fe.
Pues bien, es en ese sentido que nos encontramos ante un pasaje que es una prueba-tentación.
El diablo tentará a Pedro, Jesús lo permite y lo prevé. (Lucas 22,31). El apóstol tendrá así, la oportunidad de demostrar lo que siente por Jesús. Aquel que hizo tan solemne profesión de fe en Cesarea de Filipo (Mateo 16,16) y que en esta oportunidad, declara estar dispuesto a ir por Jesús hasta la cárcel y enfrentar la muerte. Tendrá la oportunidad de demostrar la fidelidad de sus palabras, la fidelidad su amor y su fe en Jesús. Cuando el diablo lo interrogue Pedro deberá responder desde la experiencia de lo vivido y aprendido. La tentación será eso: el interrogatorio del diablo.
Si leemos éste pasaje desde la triple pregunta, que luego, a orillas del mar de Tiberíares, Jesús le hará al apóstol. (Juan 21,15-17). Nos permite entender que Pedro será probado en su amor hacia Jesús y será a través de ello que le tocará responder otra vez a ese QUIÉN SOY YO PARA TI.
El gran San Agustín dirá sobre la tentación que: “Nuestro progreso se realiza por medio de la tentación, y nadie puede conocerse así mismo, si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni puede vencer si no ha luchado, ni puede luchar si carece de enemigo y de tentaciones”. (Comentario al salmo 60)
El progreso del hombre en la vida espiritual será por medio de la tentación. La tentación aporta al hombre tres tipos de conocimiento: El conocimiento de quién soy y mi miseria. El conocimiento de quién es Dios y su misericordia. Y el conocimiento de quién es el enemigo y su perversidad.
El amor tiene una exigencia y es que no puede ser supuesto sino que necesita ser manifiesto y estos son los momentos en los que, el amor a Dios, se debe manifestar. Cuando somos probados-tentados, somos interrogados sobre lo que hemos aprendido. ¿Me amas más que estos?
Las negaciones de Pedro vistas desde Juan muestran que esa era la oportunidad de Pedro de dar testimonio sobre lo que Jesús significa a para él. (Juan 18,15-27). Juan va a intercalar magistralmente, con un fin teológico, el pasaje del interrogatorio de Jesús con las negaciones de Pedro.
Cuando le preguntan a Jesús sobre sus discípulos y su doctrina, él dice pregúntale a los que me han oído. Lo que nos enseña que, de que nos sirve oír el evangelio, sino nos vamos a comprometer con él. De nosotros depende dar testimonio ante el mundo de quién es Jesús, el significado y el valor de Jesús en nuestra vida. Preguntémonos: ¿Por qué hay tanta gente incrédula en el mundo? ¿Por qué progresa tanto la iniquidad? La respuesta, porque los que demos dar testimonio de Jesús, nos quedamos callados; ya sea por miedo, por vergüenza y lo que es peor, por indiferencia.
La pobre acogida que le hemos dado a Jesús en nuestra vida, el mediocre compromiso en nuestro seguimiento, nos vuelve cómplices hipócritas del mal. En la vida espiritual nadie es imparcial, el que no junta, desparrama. (Mateo 12,30). Pregúntese: ¿cuántos conocen a Jesús por el testimonio que usted ha dado sobre su fe en él?
Cuantos Católicos hay en la Iglesia de Cristo que dicen arrogantemente creer a su manera. Cuántos Católicos dicen estar en contra del aborto pero luego usan métodos anticonceptivos o toman la pastilla de al día siguiente. Cuántos son Católicos solo en los ámbitos religiosos de su parroquia y luego olvidan su fe en su casa, en su trabajo, en su lugar de estudio. Cuántos Católicos son de misa sin comunión o Católicos de fiestas especiales o misas de difuntos. Pues bien, todos vamos hacer probados en nuestro amor y en nuestra fe en Jesús. Y en algún momento daremos cuenta de ello en el tribunal de Dios.
Volvamos a Pedro. Hay un detalle muy interesante y pueda ser que pase desapercibido. La versión lucana del pasaje de las negaciones nos presenta a un Pedro siguiendo a Jesús de lejos (Lucas 22,54). Su amor hacia Jesús lo lleva a seguirle. Mientras los demás huyen al resguardo de la noche, Pedro trata de estar lo más cerca posible de Jesús. No quiere dejarlo solo en aquella hora oscura, en aquella hora decisiva, la hora del poder de las tinieblas. (Lucas 22,53).
Cuando Jesús les preguntó en Cesarea de Filipo, ¿Quién dice la gente que soy yo? Los que no seguían de cerca a Jesús, dieron una respuesta borrosa, poco precisa, inexacta sobre su identidad. Unos dijeron que era Juan el Bautista, otros que Elías; otros, que jeremías o uno de los profetas. (Mateo 16,14). Solo se puede contestar a la pegunta sobre quién es alguien, cuando se es cercano y no distante. La distancia hace ver las cosas borrosas, poco inteligibles.
Aquella vez Pedro respondió bien porque estaba cerca de Jesús: Tú eres el Cristo el Hijo de Dios vivo. (Mateo 16,16). La cercanía le ha otorgado una luz especial (Juan 8,12). La sola razón de Pedro no podía penetrar la carne de Jesús, más todos los acontecimientos hasta ese momento vividos, especialmente lo sucedido en el mar de Galilea, cuando Pedro solicita ser rescatado de las aguas: ¡Señor, Sálvame! (Mateo 14,30). Han sido fundantes en su experiencia de fe. Jesús se le ha revelado y el apóstol ha acogido esa revelación.
Esta vez, sin embargo, el apóstol no está cerca, está lejos, señala Lucas. Aunque lo sigue con la mirada, está lejos físicamente. Le sigue movido por el amor sí, pero un amor mezclado con miedo. Esto, le lleva a resguardarse de correr la misma suerte. Ama sí, pero es una amor no comprometido. Un amor que mide el riesgo, que mide cuanto hay que entregar, un amor que se escode del peligro.
El diablo lo ve ahí en el patio, como animal que asecha a su presa (1 Pedro5,8-9), huele el miedo de su víctima, ve que el apóstol sigue a Jesús guardando una distancia, le sigue de lejos. El diablo que ha maquinado todo hasta este momento, que ha hecho que todos abandonen a Jesús, probará cuan veraces han sido sus palabras: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte.» (Lucas 22,33).
Es ahí que empieza el interrogatorio del diablo. Entonces le prendieron, se lo llevaron y le hicieron entrar en la casa del Sumo Sacerdote; Pedro le iba siguiendo de lejos. Habían encendido una hoguera en medio del patio y estaban sentados alrededor; Pedro se sentó entre ellos. Una criada, al verle sentado junto a la lumbre, se le quedó mirando y dijo: «Este también estaba con él.» Pero él lo negó: «¡Mujer, no le conozco!» Poco después, otro, viéndole, dijo: «Tú también eres uno de ellos.» Pedro dijo: «Hombre, no lo soy!» Pasada como una hora, otro aseguraba: «Cierto que éste también estaba con él, pues además es galileo.» Le dijo Pedro: «¡Hombre, no sé de qué hablas!» Y en aquel momento, estando aún hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo: «Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces.» Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente.
(Lucas 22,54-62).
Cuando el apóstol niega a Jesús, niega toda experiencia tenida con él. Niega su primer encuentro y la pesca milagrosa, niega el hecho de haber creído en Jesús y haber aceptado ser discípulo suyo, niega todo lo que ha visto y oído sobre Jesús: las curaciones, los exorcismos, los portentos, las resurrecciones, los dones inesperados, los milagros sobre la naturaleza. Niega haber sido rescatado de las aguas cuando se hundía. Niega la experiencia en Tabor. Niega todo lo vivido en esos años de seguimiento. NO LO CONOZCO.
¿Qué pudo haber experimentado Pedro para decir tal cosa y reafirmarse en ello tres veces? No solo miedo sino pavor. Pedro niega ser un discípulo de Jesús y con ello está negando el sentido de su propia existencia: ser de Jesús.
Pedro ha fallado. El pecado del apóstol no fue la falta de fe, ya que Jesús le dio la garantía de que no la perdería. (Lucas 22,32). Lo que supone que, si hoy seguimos creyendo y seguimos perseverando, es por pura gracia.
Pedro, niega por fuera aunque crea por dentro, permanece internamente fiel y externamente infiel. No pierde la fe aunque diga no conocer a Jesús. Por fuera, lo niega por miedo, y por dentro, mantiene la fe en él, porque lo ama. Pedro se vuelve una contradicción.
Fue el amor el que le llevó al palacio aquella noche pero fue el miedo que le lleva a negarlo, por no querer correr la misma suerte del que ama. Amor y miedo, en un mismo lugar, amor y miedo en el corazón del discípulo. Uno, el amor, lucha por gritar a todos, lo que siente y el otro, el miedo, le tapa la boca para no ser delatado.
De eso Pedro deberá convertirse. De eso debemos convertirnos. Por eso cuando Jesús le profetiza su negación, le dice: “y tú, cuando hayas vuelto”. Esto tiene el valor específico de volverse a Dios, enseñado tantas veces por los profetas, tiene el valor de convertirse. Pero nadie puede volver a Dios si no descubre primero que se está lejos, como Pedro. Este texto nos enseña que el miedo nos lleva a seguir a Jesús de lejos, al no compromiso, al rechazo de la cruz.
Por lo tanto la negación de Pedro, no fue, por pérdida de la fe, sino por cobardía. Que difícil es no ser cobarde. Qué difícil es dejar de preferirse a uno mismo por Jesús. Que fácil resulta señalar la cobardía en otros y no en nosotros. Jesús debe trabajar eso en nosotros: nuestro el miedo al compromiso que supone el miedo a la cruz.
Y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo: «Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces.» Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente.
(Lucas 22,61-62)
El gallo le recuerda al apóstol la profecía de Jesús y a la vez, le recuerda la pusilánimes de su carácter. Es ahí, que sobre viene el llanto del Pedro, que no supone necesariamente arrepentimiento. Hay gente que puede llorar por sus pecados sin arrepentirse sinceramente de ellos. Lloran, pero siguen luego en lo mismo.
Pedro, se va a convertir al tomar conciencia de que no es aquel hombre, que creía ser. Se corre el velo del orgullo de golpe. Toma de porrazo conciencia de su miseria y eso le duele. No es el hombre valiente y fiel que pensaba que era. Su imagen se desmorona. Su auto concepto es destrozado de un solo impacto. Su ego ha sido herido de muerte. Que miseria tan honda descubre en su alma, por eso el llanto es amargo, cargado de dolor, de impotencia, de rabia, de desesperación. Y es que duele que se nos arranque la costra pestilente y pútrida del alma, que nos hacía creer que la herida estaba sanada.
El “ego” tiene que ser destruido, aniquilado, humillado. Solo así es liberado de los miedos. Pues ¿Cuál es la propiedad que más atesoramos? La imagen que hemos construido de nosotros mismos. El “ego” no es el “yo”. El ego es la construcción falsa de lo que somos. Es la mentira que mostramos a los demás de quienes en verdad no somos. Esa mentira que hemos construido de nosotros debe ser humillada.
El “ego” de Pedro dijo: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte.» por eso llora, al ver su “yo”: NO LO CONOZCO. Así pues, el que crea estar en pie, mire no caiga. 1 Corintios 10,12.
Pero es justo ahí, en su desesperación frente al pecado, ante la brusquedad de su caída, que aparece la mirada misericordiosa de Jesús, que le detiene en su descenso, en la precipitación de sus pensamientos. Para que Pedro no se rompa del todo. Para que lo que queda aún de cierto en él, no se vea sumergido en el infierno de la confusión. La mirada de Jesús, cargada de amor, paciencia, misericordia, perdón, ternura y consuelo. Le busca para salvarlo, para rescatarlo del maligno. (Juan 17,15).
Aun en su miseria y en la amargura de sus lágrimas, Pedro no escapa de la mirada de Jesús. Aunque Pedro haya dicho: no lo conozco. Jesús si lo conoce. Y aunque Pedro se halla alejado Jesús, Jesús se ha acercado Pedro. No deja que se pierda del todo. No deja que nos perdamos del todo.
Hoy como Pedro, debemos buscar la mirada de Jesús, que no nos juzga ni nos critica. Debemos buscar aun desde la conciencia y el dolor, de nuestra más honda miseria, cruzar la mirada con Aquel que nos dice: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más.»
(Juan 8:11)
Israel de Cristo
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