Hace tiempo escuché a un amigo sacerdote en una homilía, contando una caso anecdótico del confesionario. Había una señora que siempre cuando se confesaba, solía decirle: es el diablo padrecito el que me hizo caer. A lo que el buen sacerdote le dijo: entonces hermanita, a la próxima dígale al diablo que venga él a confesarse ya que usted es inocente de sus pecados.
El diablo no es el culpable de todo. No es que el diablo nos haga pecar, nosotros pecamos por propia voluntad. El diablo o los demonios, nada más pueden tentarnos, más no pueden decidir por nosotros, somos nosotros quienes finalmente, haciendo uso de nuestra libertad y seducidos por la tentación, elegimos el pecado. Somos responsables de lo que hemos elegido para bien o mal.
Nos dice la Escritura: “No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito”. (1 Corintios 10,13.) Siempre hay dos opciones, consentir la tentación, el mal, tal como se nos ofrece y presenta o luchar contra él. Es un tema de voluntad y libertad. Es un tema de decisiones, de elecciones.
La carta de Santiago, nos explica cómo se va generando esta situación en nuestro interior. “Ninguno, cuando sea probado, diga: «Es Dios quien me prueba»; porque Dios ni es probado por el mal ni prueba a nadie. Sino que cada uno es probado por su propia concupiscencia que le arrastra y le seduce. Después la concupiscencia, cuando ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, una vez consumado, engendra la muerte”. (Santiago 1,13-15.)
Somos arrastrados y seducidos por nuestra propia concupiscente. Las tentaciones que sufrimos provienen de nuestra propia naturaleza herida: a nivel moral por el pecado o a nivel psicológico por nuestras heridas emocionales. Ahora lo que sucede es que el pecado genera una propensión, una mayor disposición para pecar. De tal forma que se vea la persona más atada a ese pecado. (Juan 8,34) Y es a través del pecado que el diablo ejercer cierto dominio sobre el hombre. Pero es siempre finalmente el hombre quien decide pecar. Nuestra libertad aunque herida y debilitada, no está anulada.
La tentación tiene tres momentos: la sugestión, la delectación y el consentimiento. Podemos ser sugestionados, seducidos, tentados, pero es solo en el momento que consentimos el deleitarnos en aquello que se nos presenta como tentación, es en ese momento preciso, que se da formalmente el consentimiento interior, para luego consentir exteriormente lo moralmente malo, el pecado.
Por eso la lucha contra la tentación es en el interno. Consiste en aprender a rechazar en el corazón lo que se nos propone: mociones, pasiones, sentimientos, pensamientos, impulsos, razonamientos, etc. Debemos ser guardianes de nuestro interior, centinelas atentos a lo qué nos pasa por dentro.
La lucha no es contra lo que está fuera de ti, sino contra lo que dentro de ti está pasando. La lucha es contra el desánimo, la tristeza, la amargura, la ira, la gula, la lujuria, la soberbia, la envidia, la vanidad, la venganza, el rencor, el oído, el egoísmo, la avaricia, contra la inclinación hacia el mal de nuestra propia naturaleza.
Por eso Jesucristo nuestro Señor y Salvador dijo: “Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. (Mateo 26,41). Te sientes débil, ora. Te sientes tentado, ora. Te sientes seducido y arrastrado por el pecado, ora. Ora y ora mucho, para que el Señor te de la gracia de resistir con éxito la tentación, para que luego no seas como aquellos que en el confesionario dicen: es el diablo el que me hizo caer padrecito.
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